lunes, 24 de junio de 2013

La espera (des)espera.


Es tarde. 
Empieza a oscurecer y los rayos de sol van volviéndose débiles.



Qué raro, él siempre ha sido muy puntual. Bueno, le esperaré un rato más, quizás le hayan mandado más faena en el trabajo. Según tengo entendido, su jefe es un capullo, o eso me dice él siempre.

Pobre ilusa. Sabe de sobra que no aparecerá, que se repetirá la historia pero esta vez no será con motivo de ir a por tabaco. Él no fuma. De hecho, odia que ella lo haga.
Pero lo cierto es que la espera le está matando más que toda una cajetilla de tabaco.


Empieza a desesperar y se enciende un cigarro. Lo mancha con el carmín de sus labios y empieza a juguetear con los botones de su vestido.

Ya es completamente de noche. Y ella sigue sola, esperando y manteniendo la poca esperanza que le queda. Únicamente le acompaña el reflejo de la luna y una paloma blanca que se aproxima al banco en el que está ella sentada.

Cierra los ojos y los recuerdos empiezan a derramarse sobre sus mejillas.
Sabe de sobra que esta noche dormirá sola. Los recuerdos se convierten en sollozo.


¿Por qué? -pregunta mirando hacia la luna llena-, prometió que vendría. Dijo que me quería y que me prepararía café y tostadas con mermelada por la mañana.
Ella le regaló lo más preciado que tenía: su amor y su confianza. 
Era de esperar.

 En el momento en que dejó que le bajara las bragas, sabía que había perdido la batalla.


Él era un hombre -que no un caballero- casado y con tres hijas. Únicamente buscó diversión en una joven de tan sólo 19 años.
Pobre ingenua, ¿qué esperaba? Los hombres no son de fiar, mucho menos los casados.


Rendida y vestida entre lágrimas, se puso la coraza y se prometió que jamás volvería a llorar por un hombre.

Y ella siempre cumple sus promesas.

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